TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA DEMOCRACIA

Estados Unidos presume de ser el modelo democrático. Sus documentos constitutivos reconocen la igualdad de todos los seres humanos, si bien quienes acogieron esa verdad fueron en su mayoría dueños de esclavos. El concepto más preciso de democracia fue enunciado por el presidente que liberó a los esclavos, Abraham Lincoln, quien la definió como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

Desde mediados del Siglo XX, la diplomacia estadounidense ha profesado, aún cuando no siempre practicado, la misión de convertir al mundo a una democracia universal. Ahora los medios de comunicación y algunos sectores del público empiezan a cuestionar la forma como la doctrina democrática se traduce a la práctica. Se encuentra discutible, por ejemplo, que varios de los principales gobiernos aliados en la guerra contra el terrorismo sean dictaduras impenitentes, hasta hace un año parias en el mundo democrático que los estadounidenses han querido imponer. Se ha criticado también la manera como el poder ejecutivo, pasando en ocasiones por encima de los jueces, ha olvidado las garantías constitucionales y los derechos civiles de personas sospechosas de vínculos con el terrorismo, a quienes se ha detenido por prolongados períodos en secreto, sin fórmula de juicio, consejo de abogado o acusación definida.

Los preparativos de guerra contra Irak adelantados en secreto por la Casa Blanca, soslayando el papel constitucional del congreso en estas instancias, han sido sindicados de lesa democracia. En el ámbito global, la estrategia persistente de impedir la participación de las Naciones Unidas en asuntos de su incumbencia debilita la organización mundial que, a pesar de sus limitaciones, es el foro democrático por excelencia de las naciones del mundo. Las amenazas de corte de la ayuda militar a países vulnerables y de desquite en el seno de la OTAN contra los aliados de la Unión Europea como medio de boicotear la Corte Penal Internacional son instrumentos de chantaje más que de diálogo democrático. En este contexto, según informó el New York Times del 26 de agosto, el general secretario de estado llegó al extremo napoleónico de proponer por escrito a países miembros de la Unión Europea que en lugar de actuar en el marco de las instituciones comunitarias decidieran aisladamente sobre la propuesta estadounidense de suscribir pactos de inmunidad para los ciudadanos de ese país. Son ejemplos de un estilo de gobierno autocrático, ajeno a las normas de derecho y opuesto a la esencia misma de la democracia. Pero los fallos de los precursores de la doctrina política en boga no son el único motivo para que el concepto se haya desacreditado en muchas naciones del continente en donde el ideal democrático ha degenerado en lema electorero o en frase de cajón para las fiestas patrias.

Superada la época de los golpes y de las dictaduras militares, se ha difundido la creencia sin fundamento real de que América Latina es una región democrática. Si bien la mayoría de los mandatarios latinoamericanos ha sido electa en comicios válidos, no todos ejercen el poder de acuerdo con los postulados de la democracia. Un caso evidente es el del presidente de Venezuela, graduado de la escuela golpista, electo con amplia mayoría popular, que gobierna a su amaño y sin respeto al poder judicial o a la aparente voluntad del pueblo. Otros, como los presidentes de Argentina, Ecuador y Paraguay, de origen menos noble, deben su mandato a maniobras parlamentarias o interpretaciones confusas de la constitución. Calificarlos de democráticos exige malabarismos mentales. En todo caso es difícil encontrar en América Latina un sólo gobierno originado en el pueblo, ejercido por el pueblo y orientado al bienestar del pueblo.

Los latinoamericanos tenemos la tendencia de culpar de nuestros defectos o imperfecciones a los países industrializados, en especial a Estados Unidos. Sería más realista y útil analizar y revisar el comportamiento propio. Somos certeros en el diagnóstico pero débiles en la acción. Nos dejamos llevar de modas extranjeras y proclamamos sin reato nuestro culto a una democracia que sabemos imposible de ejercer si antes no se cambian las condiciones de vida de las masas. Porque queremos los votos del pueblo ventilamos en las plazas públicas la primacía de los programas sociales, los mismos que sufren recorte prioritario ante la falta de recursos fiscales. No recuerdo ningún candidato presidencial en América Latina que no asegure su compromiso con los ciudadanos de menores recursos. Ni tampoco ningún presidente que haya sido fiel a ese compromiso con la excepción tal vez de Salvador Allende. La democracia y el bienestar, tan dignos de respeto, se convierten así en engaño electorero. Bienvenidos los que, sin ofrecer una democracia inmediata y con respeto por las instituciones y los derechos civiles, se empeñen ante todo en mejorar la vida de los marginados hasta lograr que la igualdad de las personas sea una vivencia tangible y no una aspiración poética. La justicia es precondición esencial para una democracia funcional.

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